Miseria
Un texto homenaje a Stephen King
Escribir era su fuerte. No es que escribir fuera su fuerza, no era bueno escribiendo. Escribir era su fortaleza, su trinchera, su fortín. Un fortín era una edificación del siglo XIX utilizada por las fuerzas militares argentinas en el enfrentamiento contra los habitantes del desierto. Le encantaba la literatura de la conquista, leer sobre el romance de la consolidación, y disfrutaba particularmente escribir sobre eso, sobre los habitantes del desierto, sobre los indios y sus ritos. Él también vivía en el desierto, ese desierto verde, fértil y aburrido que era la llanura pampeana, ahora habitada por el gris del pavimento.
Escribir le electrificaba los dedos, le ponía los pelos de punta, hacía que todo el cuerpo se le volviera de piedra. No podía respirar, no podía parar de escribir.
¿No sería mejor si dejara de escribir? No.
¿No sería mejor seguir escribiendo? No.
Con cada texto pensaba este es el texto, este es el final, puedo respirar, puedo quedarme tranquilo, puedo dejar de escribir, me puedo morir en paz. Pero nunca era así. Siempre había una nueva idea, un nuevo texto que le consumía la energía.
Publicaba con una editorial chica, local. Además trabajaba en un banco. La arquitectura neoclásica le daba ideas, ideas sobre malones contemporáneos, atracos de indios y zurdos que tomaban rehenes y robaban el Banco Provincia para enviar un mensaje. No sabía bien para qué. Se le había metido en la cabeza esa idea, y ahora necesitaba escribirla.
Dejar de escribir, un sueño. Una pesadilla. Escribir era un viaje lisérgico, surrealista.
Había un momento adrenalínico en el send, un instante en el que todo estaba fuera de su control. Escribía como en un rapto y después enviaba, sin releer, sin revisar. Después de unos días reingresaba, volvía a meterse en la lectura, y descubría errores. Pero ya era tarde, ya lo había enviado, ya lo habían leído. Era lo que más miedo le daba: equivocarse. Equivocarse y que lo juzguen. Transpiraba en frente de la pantalla petrificado porque no prestó atención a lo que escribía. No sabía si se había equivocado, pero tampoco quería volver, no quería revisar el texto, no quería corregir. Y entonces le escribía algún editor, algún corrector, con un aviso de algunas correcciones, detalles que se solucionaban con un click o dos.
Caminaba por el diagonal, iba hacia su casa, en la zona sur de la ciudad, la zona más verde, concheta y aburrida de la ciudad, pensó. Pero él era eso también. Un viejo verde, concheto y aburrido. Ahora pensaba que sus preocupaciones eran una tontería. Ya no tenía sentido preocuparse por cosas tan diminutas.
Caminaba por el diagonal, justo saliendo de la plaza, en la esquina de la heladería Il Capo. Hacía calor. Volvía del trabajo. A veces le gustaba hacer el trayecto caminando. Le encantaba enero en La Plata. Le encantaba el calor, amaba que los jóvenes no estuvieran en la ciudad y que la calle sea toda para él. Extrañaba merendar en La París, internarse horas tomando café solo y escribiendo sus ficciones fundacionales.
Caminaba por el diagonal y ahí lo agarraron. Le pusieron una bolsa en la cabeza y pudo sentir el cuchillo entrando en su cuerpo por uno de los costados de su torso, una y otra vez.
Estaba lejos. En algún lugar. La luz del sol no entraba. Sus manos estaban atadas a la silla de madera clavada al piso. Un precinto de cada lado. La herida le dolía. Una voz distorsionada le habló desde algún rincón de la habitación gris. Escribí, le dijo. ¿Qué? Una figura enmascarada entró por una puerta que no podía ver porque estaba a sus espaldas. Dejó una computadora portátil encendida sobre sus piernas y repitió la orden: escribí.
Sus manos no alcanzaban el teclado.
La voz distorsionada rió.
Escribí.
Escribí.
Escribí.
Escribí.
La tortura no era muy eficiente. Por lo menos no entonces. No le hacía mal no escribir. Le aliviaba. Creía que su captor, sea quien sea, se había equivocado, que no lo conocía, que estaba haciendo un mal trabajo. Pensaba que se podía tratar de alguien que quisiera algo a cambio. Puede que quisieran información sobre el banco. Pero ¿por qué el juego tan extraño? También podía ser alguien enojado con lo que él escribía.
Los días pasaron. Sin dormir, sin comer.
Escribí.
Pero un día cambió. Esa vez entraron dos enmascarados. Uno de ellos llevaba la computadora, que otra vez puso sobre sus piernas, y el otro llevaba unas tenazas, con las que cortó los precintos que lo incapacitaban. Tenía las manos libres. Pero antes de que pudiera pensar, siquiera, sintió el cañón de la pistola en la nuca: escribí.
No se bloqueó. No le pasaba eso. Pero ¿qué quieren que escriba?, reprochó. Escribí, volvió a escuchar. Y entonces empezó a escribir en el editor de texto enriquecido, escribió rápido, como escribía siempre, escupiendo las palabras en la pantalla. Y entonces llegó la primera línea roja: y ellos le decían escriví. Una palabra mal escrita, una tecla muy cerca y los dedos transpirados, moviéndose rápido, dedos que perdieron la costumbre y el sueño y el hambre. El tipo que lo había liberado se acercó a él. Primer error, le dijo. Y con la tenaza le arrancó uno de sus dedos.
Las intensas
Un texto sobre telepatía
Vos sos mi obsesión, Quisiera atraparte Vos sos mi destrucción, No puedo dejar de pensar
Se miraban de una esquina a otra de la habitación del departamento lleno de gente. Una fiesta de estudiantes de esas que revientan las paredes, que manchan todo con vino tinto y vómito y el baño queda horrible y el olor a pucho queda impregnado para siempre en el alma de la casa.
Se conocieron ahí, en la fiesta. Las dos estaban en pareja, pero no importaba tanto eso. Se habían visto y lo notaron, algo que no pasaba con sus novios. Cuando sus ojos se cruzaban se prendía un fuego, se escuchaban. Fue natural. Nunca les había pasado, pero sintieron que era algo que hicieron toda su vida. La primera que se dio cuenta fue Elo. La vio cuando Mariana todavía no la había percibido. Fue como si algo se le prendiera, como si se le activara algo en la sangre. La escuchó pensar. Hablaba con un tipo. Qué pesado. Elo no se sorprendió. Era como respirar, un reflejo automático. No tenía que pensarlo demasiado. Se concentró. Entrecerró los ojos y pensó. Ey, vos, mirame. Dejá a ese salame y mirame. Mariana también la escuchó. Se dio vuelta.
El resto de la noche no se movieron de donde estaban. No se acercaron. Saborearon eso que solamente ellas dos entendían. Podían hablar sin hablar. De vez en cuando se les acercaba alguien, pero ellas no salían de su trance.
El calor las perturbaba. Estaban empapadas y conectarse las hacía levantar temperatura. Entendían que era un efecto secundario.
Algunas otras fiestas pasaron y volvieron a encontrarse. Cada vez pasaba igual, pero cada vez se acercaban más, hasta que sus conversaciones mentales las sostenían a pocos centímetros de distancia, sentadas en algún sillón, apoyadas contra alguna pared. Mirándose a los ojos. Así se ganaron el apodo. Las intensas.
Para evitar el calor se cortaron el pelo bien corto, el pelo negro rapado apenas unos centímetros de largo, y empezaron a usar ropa liviana, con colores claros, blanca, pantalones cortos, musculosas. Y así fueron más intensas, porque todo el mundo pensaba ahora que se estaban coordinando, que se estaban convirtiendo la una en la otra. Pero nunca se veían fuera de una fiesta.
Sonaba una canción de fondo.
You know I got a lot to say All these voices in the background of my brain Y me dicen todo lo que estás pensando Me imagino lo que ya estás maquinando
Estaban más cerca que nunca. Y entonces apareció el tipo de la otra vez, el pesado, el salame.
Que qué onda con ustedes. Que qué hacen acá solas. Que por qué se la pasan haciendo rancho aparte, si estamos en una fiesta y hay banda de gente. Ellas no decían nada. ¿No me van a contestar? Reclamaba. A mí no me van a tratar así, tortas de mierda. Pero ellas no le prestaron atención. El pesado agarró a Mariana de la muñeca, fuerte, y cerró el puño, cerró los dos puños y alzó la mano que tenía libre, tomó envión para pegarle, estaba algo borracho.
Sus sesiones telepáticas las habían acercado mucho. Ya se conocían. Al principio hablaron de pavadas. ¿A qué te dedicás? ¿De qué trabajás? ¿Cómo hacés para ser tan linda? ¿Y vos cómo hacés para ser tan goma? Sus pensamientos se entremezclaban. Quién era Elo, quién era Mariana, no sabían muy bien hasta que terminaban las fiestas y se despedían sin hablarse. De a poco empezaron a profundizar, a hablarse con más sinceridad, a pensar de manera más honesta, sin restringir sus poderes. ¿No te dan ganas de sacarte a veces? ¿No querés matarlos a todos a veces? ¿No te gustaría ser la mala de la peli? ¿No querés llevarme a tu casa hoy?
Y entonces las interrumpió el pesado.
Cambió la música.
'Cause, girl, you're perfect You're always worth it And you deserve it The way you work it 'Cause, girl, you earned it
Alguien que estaba bailando medio borracho se metió y se llevó al pesado. Calmate loco, calmate. Ellas se seguían mirando. Mariana acercó su mano a la de Elo, con timidez y lentitud estiró sus dedos y llegó a tocarla. Sonrieron.
El pesado estaba en el baño, tratando de mantenerse parado en frente del inodoro. El piso estaba pegajoso. Está todo meado. Balbuceó. La puerta se abrió. Eh, ocupado. Eran ellas dos. ¿Qué quieren las tortas? Estaban tomadas de las manos. Los ojos les brillaban llenos de fuego. Concentraron toda su energía en un único pensamiento, ardían de fiebre, pensaron con todas sus fuerzas. Morite. El pesado explotó, cubriéndolas de sangre a ellas y las paredes, la puerta corrediza del baño, las toallas limpias, blancas, la cortina de la ducha.
Cuando salieron del baño no quedaba nadie en la casa. La sangre que se escurría les acariciaba las pantorrillas. Todo era rojo. Volvieron a sentarse en el sillón, a mirarse, a hablar, solamente ellas sabían de qué.
Lo reconoció por su aroma
Un texto escrito pensando en Jane Burden Morris
Se veían otra vez, después de mucho tiempo. No paraban de escribirse, no podían parar, las manos les temblaban mientras sostenían sus celulares tratando de responderse, se relamían los labios buscando las palabras que mejor expresaran lo que querían decir. Escribían y borraban y volvían a escribir.
Vení a casa, dijo Vanessa, al final. Y así sellaron el día. Andrea no iba a decir que no. No podía. No le podía decir que no. Se pegó una ducha con agua fría, tenía problemas con el gas. Odiaba bañarse con agua fría, aunque fuera verano. Había algo de eso que le hacía sentir extraño. Sentía que sin el vapor del agua caliente la suciedad no se iba del todo, se le quedaba pegada en el pecho, se le abarrotaba en la cara. Necesitaba el agua caliente. Pero no podía hacer nada. Así que se bañó con agua fría, una ducha rápida y se puso desodorante. No usaba perfume.
El pelo negro largo mojado le humedecía la camisa blanca. Se acostó unos segundos, húmedo sobre la cama. Prestó atención a los sonidos de la Avenida 44 que entraban por la ventana y se le impregnaban en los tímpanos como el olor a basura que subía de la vereda lo hacía en su nariz.
Traé algo para tomar que yo me encargo de la comida, le dijo. Perfecto. Andrea pasó por un supermercado y compró dos botellas de vino tinto. Miró a la cajera con vergüenza, como si esa persona supiera lo que se proponía hacer esa noche. Le encantaba la idea de tomar vino tinto, le parecía un chiste de mal gusto.
Al llegar a la casa de Vanessa, antes de tocar el timbre, Andrea levantó los brazos y se olfateó las axilas para corroborar que el aroma del desodorante fuera más fuerte que las veinte cuadras que acababa de caminar, casi trotando y nervioso por el encuentro.
Tocó el timbre. El sol todavía no se ponía del todo, así que esperó unos segundos a que el último destello dorado se hundiera entre las nubes azules. Era de noche. Vanessa abrió la puerta, el recibidor de la casa antigua se extendía como un espacio surrealista, como un espejo que no reflejaba lo que tenía en frente, sino que amplificaba lo que se encontraba detrás.
V, dijo Andrea. Ella lo agarró del collar de la camisa, lo hizo entrar a la casa y cerró la puerta. La botellas de vino cayeron al piso adentro de la bolsa de nylon del supermercado, hicieron ruido, ruido a vidrio chocando entre sí y con los azulejos. Pero no se rompieron. V miró los ojos azules de Andrea, le clavó su mirada negra, sus manos se le enterraron en el cuello, sus pieles se convirtieron en sombra y se fundieron con la oscuridad de la casa. La sangre salió a borbotones de la garganta de Andrea, le llenó la boca a V y chorreó por su mentón, pasando por su cuello, goteando sobre sus tetas y cayendo hasta abajo, muy abajo, abajo de todo, un montón de sangre abajo de los pies.
Andrea estaba inmerso en la oscuridad y la sangre. Lo único que sabía que había en ese plano rojo y negro era una cama, una cama sumamente cómoda. Pero algo más se movía en las profundidades de ese cosmos nuevo pero familiar, ese lugar al que quería volver todo el tiempo desde que la conoció. Por favor, le decía, llevame otra vez. Pero esta vez era diferente. Una presencia inmensa se movía abajo de la cama, por ese mar negro, por el riachuelo de sangre coagulada. Lo reconocía por su aroma.
Andrea. La voz suave de V lo llamaba. La comida estaba lista. Un plato solo, solamente para él. Y dos copas. Una de vino tinto. Ella tomaba de otra copa, carmín de a sorbos minúsculos, el mismo color de su pelo y de los vestidos que usaba, largos y pesados, también en verano. Parecía no sufrir el calor.
¿Está rico? le preguntó. Andrea comió la pasta y tomó el vino, asintió con la cabeza. Le gustaba esa posición, esa sumisión. Quería decirle "haceme mierda". Y ella también quería eso, quería que se lo pidiera. No quería lastimarlo, porque le gustaba. Pero quería eso. Quería hacerlo mierda.
Los ojos negros se movían por la habitación sin dejar de mirarlo.
Volvió a pasar mucho tiempo. Andrea parecía olvidarse de ella a la fuerza. V no le hablaba por mucho tiempo, lo torturaba con su indiferencia hasta que él se olvidaba casi de que existía, se olvidaba de ese impulso que sentía cuando la veía, esas ganas de autodestruirse. Pero atrás de su cabeza se mantenía vivo el fantasma de esa profundidad roja y negra a la que él quería volver, ese aroma que le era familiar.
Y entonces V le escribía y él se acordaba y en su mente se repetía el mantra como si fuese a transmitírselo con telepatía: "haceme mierda".
V le escribió, finalmente. Hoy voy a tu casa, le dijo.
La esperó acostado en su cama. No era tan cómoda como la de la casa de V. Trató de entrar solo, de ingresar a ese limbo, esa logia negra, pero a través de una cama nueva, a través de un portal diferente, sin su guía usual. La sangre le brotó del cuello como brotaba el miedo de los ojos de cualquiera que hubiera visto el ritual.
Esta vez era diferente. Otra vez era diferente. La cama no era cómoda. El aroma se sentía mucho más fuerte, mucho más cerca. Casi podía escucharlo, casi podía ver lo que se movía en la oscuridad con aroma blanco, rosado. La sangre se estremeció debajo, los coágulos se movieron, se amontonaron, y una vez todos juntos, una vez apelmazados y unidos formando una sola cosa sin forma, se levantaron, se movieron hacia afuera, afuera de la profundidad, hacia la superficialidad, hacia arriba de la cama.
La bestia de sangre le tomó las extremidades, lo inmovilizó, y una vez sometido empezó a introducirse en su boca, de a poco. Sus pulmones se llenaban de sangre, su garganta ardía con sabor metalizado.
Despertate, escuchó Andrea. Era la voz de V, ahí, en la ventana del departamento en la Avenida 44. ¿Puedo pasar? Decime si puedo pasar. Sí, dijo él, con la boca llena de sangre. V ingresó y difuminó las sombras, se las comió, exorcizó los coágulos. Andrea la miró con vergüenza. Sabía que no tenía que intentarlo solo. V caminó hasta el otro lado de la cama, agarró el desodorante que usaba él y se lo puso. Vestía su aroma otra vez. Se subió encima suyo, clavó sus dientes en el cuello abierto del chico y le chupó la memoria, roja, carmesí, brillante y oscura. Andrea se olvidó de ella.
Después de mucho tiempo él volvió a presentir ese lugar oscuro, profundo, rojo. Lo reconoció por su aroma.
[Jane Burden Morris] Pandora. Dante Gabriel Rossetti. 1871.