Se supone que pasó en el año 81, pero yo sé que hay algo raro en la historia porque las fechas no cierran. Era diciembre y yo estaba en la costa. No estaba de vacaciones, estábamos ahí para ir al entierro de una tía, pero decidimos quedarnos unos días más. En ese momento no me interesaba mucho pasarla con mi familia, así que solía escabullirme de las noches aburridas de no hacer nada en el departamento que alquilábamos todos los años para emborracharme en frente del mar con amigos que había hecho ya no sé cuando.
Diciembre. Yo estaba pensando en rendir las últimas materias de la carrera. Estudiaba en Bellas Artes en ese momento. Me quería recibir más que nada para evitar las constantes preguntas incómodas sobre cuándo me iba a recibir. Esas, porque las preguntas sobre cuándo iba a conseguir un trabajo eran inevitables y difíciles de contestar. Además no sabía cuánto tiempo más iba a existir la carrera.
Estaba en la playa cuando pasó. Esperaba a mis amigos. Vi un destello verde en el cielo. No tengo idea de qué era, pero atrajo mi atención como un imán y me hizo percatarme de que no estaba solo en esa playa. Después de la luz, que debió haber durado un segundo, vi los ojos brillantes y blancos de algo que volteó para mirarme. Se movían en la oscuridad como luciérnagas, intermitentes, apagándose, cada vez más cerca. Corrí con la cerveza en la mano, tratando de no hundirme en la arena. Corrí dándole la espalda a esa cosa y cometí el error de mirar para atrás. Estaba ahí, era un hombre. Pero lo conocía, era una cara familiar, una cara que había visto en algún otro lado. Era Federico. Le pregunté si era Federico. Lo había visto solamente en fotos, en algún diario. Federico Manuel Peralta Ramos, el artista visual. ¿Qué hacía ahí? Él era de ahí. Marplatense de nacimiento, pero porteño de alma o algo así.
Me dijo que estaba ahí para refundar la ciudad. El mar se estaba por secar, me dijo que el mar se estaba por hundir en una oscuridad perpetua, y que las luces del cielo eran los ecos del infinito, del universo, y me dijo que el mar estaba a punto de hundirse en un océano de mal, que el vacío negro había sido anunciado por las luces eternas, y volvió a repetir lo mismo de mil maneras diferentes. El tiempo parecía no pasar mientras él me contaba su historia y yo le miraba los ojos claros apenas visibles en la oscuridad de la noche en la playa.
Me pidió un trago de cerveza. Le dije que ya estaba caliente porque tomo lento, pero no le molestó. Tomó de un saque todo lo que quedaba y tiró la botella al agua con mucha fuerza. Me pidió que lo acompañara hasta la orilla y lo seguí. Cuando llegamos vi más destellos. Ojos blancos como los de él, saliendo del mar. Uno a uno salían desde abajo de la marea, desde abajo de la espuma. Tenían las cabezas rapadas y cantaban, cantaban en un idioma que no entendía, solamente con consonantes. Salieron a la orilla. No sé cuantos eran. Uno de ellos, el más viejo, le dio un trapo a Federico y él lo sacudió, lo ondeó como si fuera una bandera. Era un trapo blanco con una leyenda escrita a mano. MAL DE PLATA. FUNDACIÓN 1981.
Después del ritual, Federico y los acólitos rapados volvieron al agua, se alejaron nadando, desparecieron en la oscuridad.
Me di cuenta cuando volví a Buenos Aires. La exposición en la Galería ArteMúltiple, en Viamonte al 625, todavía estaba montada con las obras de Federico. Ni las obras ni él habían dejado la ciudad en todo ese tiempo. Esa fue la última muestra en ese espacio, que tuvo que cerrar, entre otras cosas, por los repetidos ataques de grupos neo-nazis.