24 de diciembre
Medianoche, hora de las brujas. Hasta las tres de la mañana, si estás en donde se cruzan dos caminos, podés hacer un pacto con el Diablo. En inglés le dicen crossroads, que también es el nombre de la película más pacto con el Diablo que te puedas encontrar, con Ralph Macchio y Steve Vai teniendo un duelo de guitarras. O la versión argentina que sería ese tema de La Renga que dice "ahí donde dobla el viento y se cruzan los atajos". La palabra que más se aproxima en español es encrucijada.
La ciudad de La Plata es una gran encrucijada. Al casco urbano, consistente en cuadras todas numeradas, lo atraviesan de esquina a esquina las diagonales 73 y 74, que se intersectan en el medio de la ciudad, sobre la Piedra Fundacional, sobre el cruce entre la Avenida 13 y el eje imaginario de la inexistente calle 52, que une los poderes de la Iglesia Católica y el Estado en una línea que conecta la catedral con la municipalidad.
El primer día esperé, esperé sentada encima de la piedra. La plaza estaba llena de gedes, auto al piso, puertas abiertas, parlantes al palo toda la manzana ¿Qué iba a hacer si me lo encontraba? No tengo la más mínima idea, pero necesitaba otra vida. Esperé. 00.33, no tengo nada en los bolsillos. No tengo bolsillos. Miro para todos lados, esperando alguien. No algo, alguien, que es lo que me da más miedo.
Necesitaba un trato, no importaba lo alto que fuera el precio. Desperdicié mi vida y ni siquiera tengo treinta años. La cosa es así: a mediados del siglo XX, en el campo artístico, que es ese amasijo de instituciones y personas más o menos indefinido que involucra al Estado y al sector privado en un juego simbolista intelectual que nadie entiende muy bien porque además está metido en un juego matemático sumamente abstracto de razonamiento económico, que casi siempre también es absolutamente simbolista-- me perdí. La cosa es que en el siglo XX en el campo artístico, que es eso que expliqué más o menos, a mediados del siglo XX, la gente se dio cuenta de que el arte podía ser sostenido simplemente por una operación conceptual, haciendo bosta un montón de supuestos sobre la entidad matérica de la obra de arte. Ahora, el tema es que después de un montón de definiciones y des-definiciones, el campo artístico se quedó con un problema gigante, con una incapacidad resolutiva: la pregunta ontológica por el arte. Ahora, un señor muy piola vino y dijo algo así como que "arte es todo lo que las personas llaman arte" y medio que con eso se solucionó el problema. Pero yo me di cuenta de algo: cuando una obra realizada para un grupo reducido de personas llega a un grupo externo, y consecuentemente ese grupo no la considera arte, el susodicho es rebajado a la categoría de público vulgar, como si dentro del público del arte hubiera una especie de estratigrafía ontológica también de cómo debe comprenderse una obra. Por lo contrario, cuando la tía Marita dice cosas sobre el talento y el don y la imaginación, o cuando Pedro el ferretero dice que la torta que hizo su esposa es una obra de arte, un par de conocedores se miran por encima de los anteojos levantando las cejas y agitando la cabeza en desaprobación. Pero ahora: ¿no es arte todo lo que las personas llaman arte? ¿quién tiene, como actor social y cultural, la potestad para decirle a Pedro que la torta de Mirta no es una obra de arte? Esencialmente estamos hablando de un problema de distribución de la riqueza cultural. Y eso fue de lo que me di cuenta: hay una conspiración cultural para hacerle creer a la gente que quienes nos dedicamos a la historia del arte, o quienes se dedican a la crítica de arte, o quienes son artistas, saben algo de lo que están haciendo, cuando en realidad estamos en un berenjenal; no podemos salir del círculo vicioso de la pregunta por el arte. ¿Qué es el arte?
Es una pregunta que colegas y artistas parecen seguir sin entender. No puedo escapar. Me lo preguntan todo el tiempo: ¿esto es arte? ¿y aquello? ¿yo soy un artista? ¿y vos? ¿pueden los artistas investigar? ¿puede esta cosa ser una obra de arte?
Estaba cansada. Necesitaba cambiar mi vida, pero estaba muy enredada en este problema como para retirarme o dedicarme a otra cosa.
Por eso estaba buscando al Diablo: para venderle mi alma a cambio de que me libre de ser una historiadora del arte, que me devuelva los años que le dediqué a esta disciplina del mal, de la tautología.
Le pifié.
Mientras lo cuetes reventaban de fondo con mucha timidez, muy pocos, me prendí un cigarrillo. 00.34 y el Diablo todavía no aparece. A lo lejos, cruzando calle 12 para subir a la plaza, veo tres figuras y las reconozco por la forma de caminar. Son amigos. También están fumando, pero fumamos marcas diferentes de cigarrillos. Los perdí un segundo en la oscuridad, abajo de la sombra de un árbol o en donde la luz de una lámpara led rota ya no llega más.
Cuando pasaron por al lado mío uno de ellos me abrazó y siguieron camino. Iban a la exposición de otro amigo. Siguieron caminando, sus mandíbulas daban vueltas alrededor de sus cabezas como la hélice de un helicóptero.
Me prendo un pucho más con la lumbre del que me acabo de fumar hasta el filtro. Me quedan dos, todos apretados en la caja de diez marca Camel que tengo en el bolsillo.
Mis amigos artistas están malditos. Una vez le preguntamos a la ouija qué era el arte, nuestros deditos se movieron y pasaron repetidamente por el no: NO NO NO NO NO NO. Ya no pueden decir la palabra, esa palabra cargada de oscuridad; es como si les hubieran cortado la lengua o les hubieran cosido los labios, o peor, como si se los hubieran pegado con la gotita. Murmuran haciéndose una pregunta que ya no pueden hacer. ¿Qué es? ¿Qué es? Repiten cansados. Mis amigas artistas en cambio están condenadas, condenadas a preguntarse por siempre acerca de su condición de ser mis amigas artistas. Pobres almas en pena, sin descanso, pensando por siempre en por qué son mujeres, cuestionando sus pensamiento cuando no deambula por esos parajes y sufriendo al mismo tiempo la marginación de la ontología varonil del arte.
Pero por fuera parece que sabemos la respuesta.
Entramos a la galería sin luces en el pasillo, con las paredes hechas mierda. Mesitas chiquitas en el patio con montañas de merca como en esa escena icónica de Caracortada. Mi amiga me da un beso en la boca con gusto a cigarrillo y a cerveza. En la sala principal con pintura blanca descascarada se lleva adelante un sacrificio humano. Un pentagrama dibujado con sangre. Cinco velas. Un cuerpo en el medio, desnudo. Túnicas. Nadie sabe muy bien qué está haciendo, pero sabemos muy bien que lo que está pasando es arte. O eso decimos. No hay nadie en este lugar a quien no conozca.
El sacrificio no es para un diablo; es para Dios.
Pero Dios no aparece. Dicen que el Diablo aparece en donde se cruzan dos caminos y que Dios vive en las galerías de arte de la provincia de Buenos Aires, a veces, algunos días al año.
Las galerías de arte son la casa de veraneo de Dios, cuando no está en las iglesias.
00.35, me fumo lo que queda del cigarrillo de una sola pitada, larga, rasposa en la garganta. Me fumé el cigarrillo y me percaté de que me quedaban solamente dos. Es verano pero el trajín del día y el sueño y el cambio del día a la noche me hacen sentir un poco de frío. Escucho un silbido a lo lejos.
Trato de pensar en otra cosa. Deben ser un par de gedes. Pienso en Eloísa, que me convenció de la posibilidad de hacer un pacto con el Diablo. Dale, te conviene, me decía. Si le das algo a cambio no hay forma en la que te pueda cagar. Eloísa va a estar viviendo la que quiere porque no tenía nada para dar, no tenía nada para perder. Ya me lo imagino. Va a ser mucho más feliz que yo. Sin sacrificio, sin nada. Y yo todavía encerrada, sin la posibilidad de escapar de la eterna pregunta que no me puedo hacer, esperando a que la responda alguien, seguramente un hombre.
00.43. Me acuerdo de algo. Un día que quedé en encontrarme con unos amigos artistas en la exposición de un amigo artista. Amigo de ellos. Yo lo odio, no me lo banco, quisiera agarrarlo del cogote y estrujarselo como en el cuento ese de Quiroga, como se les hacía a las gallinas en el campo. Espero en la puerta. Tengo el pelo sucio y se me nota. Grasoso, con caspa. Una camiseta sin mangas con dos aureolas amarillas gigantes abajo de las axilas y las piernas peludas llenas de granitos. El pantalón corto me queda un poco grande, un gris horrible, viejo. Saturno se llama la exposición, y pienso “genial, otra flasheada pedorra en torno a la astrología”. Este artista es un cheto de mierda, vive de pasti, vive en un cumpleaños todo el día. Me agota solamente escuchar su nombre. No doy más. Lo quiero matar. Lo quiero meter en una licuadora gigante, gigante, y que quede solamente un jugo rojo, espeso, cartilaginoso. Me dejan entrar a regañadientes, a pesar de que me visto muy mal. Me dejan pasar solamente porque vengo con Eloísa, diosa, reina, regia.
Saturno. Adentro está oscuro, para no perder la costumbre. Es la misma galería anónima. Cualquier galería. Gente con plata, bocha de plata. Gente con caballos que se hace la paisana porque las calles de tierra no las tuvo que caminar. Odiosos todos. Asquerosos. Cucarachitas de esas chiquitas que se meten en todas partes. La escena es más o menos la misma. Fisuras, fisuras en todas partes. En el piso, en las paredes, en las esquinas fisuras contra fisuras. Un fisura atrás del otro. La primera sala era la única habilitada. El lugar estallado. En el piso había una persona tirada, no acostada, tirada, despatarrada. Sangre por todas partes. Sus tripas dando vuelta de mano en mano. Los ojos salidos, la lengua hinchada. Alrededor del cuerpo estaban el artista y sus amigos. Se lo estaban comiendo.
Me siento en la piedra fundacional. Vuelvo a escuchar un silbido. Veo al que silba. Es una figura luminosa, lo alumbran los reflectores de la catedral. En el extremo opuesto hay otra persona, oculto por la sombra de los árboles. Responde silbando. El cheto más cheto que vi en mi vida. Es él. Es el artista, el artista de Saturno. Ahora es el momento. Me acerco despacio, caminando sin intención. El luminoso es el director de la galería sin nombre. El tiempo es ahora. Corro hasta el artista. Creo que cree que lo voy a saludar, que lo voy a abrazar. Me dice algo raro, me dice algo cursi, me saluda como si fuéramos amigas: “hola bb cómo estás? hadita linda vení dame un abrazo”; abrió los brazos. Seguí corriendo. Me le tiré encima y abrí la boca más de lo que me daba la cara. Hundí mis dientes en su cuello y mientras gritaba y lloraba y balbuceaba súplicas incomprensibles, le arranqué la yugular, le separé la carne del hueso y saboreé su sangre. Cayó al piso. Se ahogó con borbotones rojos. Con su último aliento me preguntó "¿Qué es el arte?". Murió.
Me acerqué al galerista y le pedí un cigarrillo. Lo prendí y lo fumé adelante suyo. Lo terminé y se fue corriendo.
Dormí acostada sobre la piedra fundacional. A la mañana siguiente el cuerpo del artista ya no estaba.
25 de diciembre
Esperé todo el día para que volviera a ser medianoche.
00.00
Dos cigarrillos me quedan.
Tengo que esperar tres horas más. Tres horas como máximo. Hoy es navidad, espero que nazca el anticristo, espero morir e irme al infierno, espero que todos los artistas se vayan al infierno.
Durante la última muestra a la que fui rompí una obra. Me emborraché y rompí una obra. Fue en la misma galería maldita. En la barra sirven vino. Tomo vino. Tomo mucho vino. Mis amigas traen cerveza marca cerveza. Cerveza berreta en una botella de plástico para no pagar el envase. No porque no puedan, sino porque son muy cool, son demasiado geniales como para tomar cerveza cara. La cerveza es un asco, toda la cerveza es un asco. Pero tomo igual. Tomo igual y sigo tomando y tomando y tomando. Voy al baño. Me ofrecen merca pero paso. Salgo del baño. Nos fumamos un porro. Sigo tomando vino, cerveza, alguien me da un vaso y no sé qué tiene. Están pasando música electrónica y las luces estroboscópicas me hacen doler la cabeza. Tomo de otro vaso misterioso. No es el mismo, tiene otro gusto. Alguien me da un beso con gusto a vómito. Me quedo besando a un cuerpo sin cara. El sabor a vómito desaparece al poco tiempo o me acostumbro. Vamos al baño y cojemos. Ahora estamos tomando fernet. Hace un montón que no tomo fernet ¿volví a tener quince años? Le pone una pastilla al vaso. Le pregunto qué es y me contesta “rivotril”. Buenísimo, lo tomo todos los días. Salgo del baño. Sigue sonando la música electrónica. Camino hasta donde está Eloísa, pero no es Eloísa. Me choco contra la escultura. Se cae, se hace pelota contra el piso. Los pedazos de vidrio desparramados por toda la sala se me clavan en la planta de los pies. Me doy cuenta de que estoy descalza. Me tropiezo y caigo de cara. Me lastimo. Se me abren la ceja, el mentón y la nariz. Creo que me tragué un pedazo de vidrio. Me despierto en el hospital. No hay nadie al lado mío.
Me siento sobre la piedra fundacional. 00.23. Pasa por enfrente un tipo. Se me queda mirando. Le pregunto si necesita algo, si nos conocemos. Me dice que es Toni. Le digo que no sé quién es Toni. Me dice que es el Toni de la fiesta. El del baño, el de la pastilla. Ese Toni. Claro, ahora me acuerdo. O eso le digo. Le pregunto si no tiene un pucho y me convida uno. Lo fumo despacio porque es mentolado y no me gustan demasiado. Me pregunta si quiero garchar y le digo que sí, que no me molestaría, pero que no me puedo ir. Todavía no me puedo ir. Cojemos encima de la piedra fundacional y se va. Son cojidas anecdóticas las de Toni. No se me ocurre ningún detalle remarcable.
No sé qué esperaba. Antes de que apareciera el Diablo me esperaba otra cosa. Sabía que iba a aparecer, pero no me lo imaginaba así.
01.23. Tengo sueño y estoy acalambrada. Estiro las piernas y piso el forro que dejamos tirado al lado de la piedra. Me refriego los ojos con las manos sucias. Tengo la cara grasosa pero seca. El corazón agitado. La respiración difícil.
Y entonces el Diablo aparece. Su cara es parecida a la de Eloísa. Redondeada, lisa, casi como si estuviera diseñada por computadora. Los ojos negros. Las cejas tupidas y con quiebres rectos. La nariz chiquita. Los labios partidos, quebradizos. El pelo corto rojo. La piel gris. Le pregunto si quiere un cigarrillo y me dice que es moderno, que no fuma más, que el mal brota de los cigarrillos como un volcán. Le pregunto si me habla en serio y se ríe. Es la risa más tierna que escuché. Está desnudo. Es perfecto, hermoso, veloz, luminoso.
“Ya lo sé”, me dice.
Pero no le dije nada.
“Ya lo sé”, me dice.
Sabe lo que pienso.
“Sí”, me dice.
Me dice que sabe lo que quiero. Me dice que hay que pagar un precio; que lo que querés tiene consecuencias. Le digo que voy a hacer lo que sea. Le digo que deseo dejar de ser una historiadora del arte.
Me sienta sobre la piedra y puedo ver mejor su cuerpo brillante y oscuro. Su pecho liso, liso, su abdomen hinchado apenas, como si hubiera comido hace poco; los pelos en sus piernas, su cadera redonda. Se acerca a mí oído y dice algo. No sé qué dice. Algo. Me besa el cuello y lo muerde. Se acerca a mi boca y me da un beso, metiéndome su lengua ensangrentada bien adentro, carnosa, su saliva me invade. Abro los ojos, puedo sentir que algo viene. Me sostiene la cabeza con las dos manos y también abre los ojos. Puedo sentir la acidez subiendo de su estómago. Su boca se vuelve una cascada. Vomita en mi boca sin despegar sus labios. Los jugos gástricos me chorrean por la cara y me mojan la remera. Trago lo que queda. Cuando termino de tragar se aleja unos centímetros. Me mira a los ojos. Le digo “gracias”. Me da otro beso, otra vez siento el gusto ácido y dulce del vómito. Me calienta. Me muerde la lengua. Puedo sentir la sangre brotar de mi carne. Me arranca la lengua con sus dientes y se la traga. La sangre me chorrea, me corre de la boca al cuello y sigue camino. Trago lo que queda.
El Diablo se va caminando y me deja durmiendo sobre la piedra fundacional.
Mañana va a ser otro día.
31 de diciembre
Tengo mi lengua de vuelta. Tenía mucho miedo. Podía sentir todavía el gusto a sangre. El Diablo me había hecho sentir el gusto a sangre y a vómito como nunca lo había sentido, como si fuera lo único que quisiera sentir.
Pasaron como cinco días. Una semana. Dormí una semana.
Es el mismo año. Mi cuerpo me dice algo. Lo puedo sentir en mi cuerpo. Ya no soy una historiadora del arte. Ya no lo soy. Pero el tiempo no volvió atrás. Siento algo diferente. Mi cuerpo es el de otra persona aunque siga siendo mi cuerpo. Sigo siendo yo. No recuperé el tiempo que perdí, el Diablo lo cambió por otro tiempo. El tiempo de alguien más.
Alguien.
Me quedan dos cigarrillos. Pero no quiero fumar.
Tengo que ir a casa. Voy a casa. Me pregunto a dónde vivo y me acuerdo que es acá nomás, cerca, cerca de la zona de Plaza Rocha.
Corro y corro y corro hasta casa, a mi departamento. Llego a la puerta y saco torpemente las llaves de los bolsillos. Creo que ya sé.
“Ya lo sabés”.
Escucho la voz del Diablo en mi cabeza.
Abro la puerta. La puerta golpea contra la pared. Y encuentro mi casa, que también es mi taller. Está lleno de cuadros. Lleno de óleos apretujados. Lleno de trapos manchados con pintura. Lleno de vasitos con agua. Lleno de papeles en el piso.
Dejé de ser una historiadora del arte. Lo siento en mi cuerpo.
Mi celular está en la mesa. Recibo un mensaje: “hoy te veo en tu expo”.
Lo siento en mi cuerpo. Ahora soy una artista.
Se ríe. El Diablo se ríe. Sigue siendo la risa más tierna que nunca escuché.
Es medianoche y los fuegos artificiales se escuchan a lo lejos. Corro hasta Plaza Moreno por Diagonal 73. Sobre la piedra fundacional hay un muñeco. En La Plata, durante fin de año, se queman muñecos para celebrar la llegada de lo nuevo. El muñeco de fin de año sobre la piedra es un muñeco del Diablo. Es hermoso. Lo prenden fuego. Camino hasta el muñeco. Lo abrazo.