Las luces se apagan. Uno, dos, trescientos sesenta segundos. Puede escuchar los murmullos y alguna que otra queja. Alguien vuelve a prender la luz.
La reconocen al instante. Es Socorro, vino con la gente de Turbia, la galería de La Plata.
Socorro era una artista jóven. Tenía veinticinco años. No sabía socializar, no era muy carismática ni muy linda, pero su amigo Toni sí era todas esas cosas: lindo, sociable, carismático. Y conocía mucha gente de capital. Él era de City Bell y ella de Los Hornos. Lo único que Socorro tenía y Toni no era una intensa dedicación por el arte; casi se podría decir que era una obsesión. Toni no. Toni ni siquiera tenía intereses. Toni tenía contactos. Y plata.
Socorro se graduó unos años antes de conocerlo, hizo una carrera en artes en la facultad en La Plata. Se conocieron en la muestra de un amigo, en una galería que a ella no le gustaba mucho. Tomaron una cerveza y charlaron hasta muy tarde. Toni la empezó a seguir en Instagram y vio sus obras. Pinturas. Le gustaron, o eso le dijo, y le ofreció hacer una exposición en esa misma galería. Al poco tiempo ya era un miembro estable del plantel y se pasaba una noche al mes, por lo menos, chamuyándose coleccionistas para ver si le compraban una obra.
Era muy flaquita, muy bajita, no tenía tetas casi. El pelo negro bien oscuro y el flequillo teñido de verde. Se la pasaba escuchando Babasónicos y pintando. Pintaba gente cojiendo todo el tiempo. Se pajeaba todos los días viendo videos de BDSM. Le gustaba mucho el látex negro. Y después de ver los videos pintaba.
Cuando iba a las exposiciones, las suyas o ajenas, se vestía con buzos estampados con imágenes de algún anime y con botas con plataformas, se hacía dos colitas y usaba chokers con tachas, se ponía medias de red hechas pelota y se hacía un delineado así nomás.
Toni se vestía así nomás. Con ropa cara, pero así nomás.
Siempre salían juntos, iban juntos a todos lados. Seguro andaban en algo, decían sus amigos, pero cuando iban a alguna muestra, aunque llegaban juntos, se separaban y no se hablaban en toda la noche, hasta que se iban, también juntos.
Socorro la rompía. Su tremenda timidez se ganaba a todo el mundo. Durante una de sus últimas exposiciones se puso muy en pedo. Borrachísima. Quebró en el patio de la galería y se sentó en un sillón. Se sentó en el sillón al lado del director. El director tenía unos cuarenta años, un poco más puede ser. Un mullet, como casi todos sus amigos. Le decían Banana. Era de noche y usaba lentes de sol, ropa fluorescente, verde y negro, estampas de fuego, pantalones deportivos. Tela cara.
Ella no entendió muy bien qué pasaba. Sintió una mano en su pierna. Un aliento cerca. No podía abrir los ojos. Escuchó un grito: la voz de Toni. Más gritos. Sintió un golpe en la cara, una mano alrededor del brazo la arrastró afuera de la galería.
Completamente ida. Ya no hablaba casi. Si antes era tímida, ahora se había vuelto un caracol. Nadie le había puesto nombre todavía. Algunas miradas raras nada más. Toni ya casi no aparecía en los mismos eventos que ella. Ella exponía en Turbia bastante seguido. Siempre daba vueltas por ahí y hablaba nada más que con Banana. Tomaba vino y cuando alguien se acercaba a sacarle charla él se unía a la conversación. Cuando Toni aparecía era para cagarse a trompadas con Banana.
En su última exposición ya no hubo lienzos, solamente látex. Látex colgado de las paredes. Negro. Rojo. Transparente. Amarillento. Blanco. Plateado. Campos. Correas. Arneses. Forros. Ella usó un vestido de látex rojo. Mantuvo su peinado igual que siempre.
Caminó haciendo ruidos fuertes con sus tacones también rojos hasta la barra. Se sirvió un vaso de vino. Pasó para el otro lado. Atrás de la barra había un cuartito, una cocina en donde seguro estaba Banana. Entró y había alguien más ahí. Una amiga, otra artista. Salió ni bien entró ella. Banana se enojó. No la había visto ese día. La agarró de una de las colitas y se la acercó. Le dijo que era una puta. Con la mano libre agarró una cuchilla de la mesada y se la apoyó en la mejilla. Le hizo un corte. Socorro le metió una trompada que iba dirigida a su nariz pero a causa de la borrachera terminó en su garganta. Soltó el cuchillo que impactó el piso haciendo mucho ruido, cayó de rodillas y se llevó las manos alrededor del cuello, tosiendo, tratando de aspirar un poco de aire.
Afuera se escuchaban gritos. Era Toni otra vez. Salió de la cocina al patio del sucucho que era la galería y se vieron. Toni la agarró de la mano y se la llevó para afuera, hasta su auto. Un Peugeot 207 negro. Subieron. Arrancaron.
Socorro se prendió un cigarrillo sin abrir la ventanilla. Él la miró de reojo. La ceniza dio unos tumbos y llegó hasta sus piernas. No sintió la quemadura, pero sí el olor a látex prendido fuego. Toni también lo sintió. Le dijo algo de mala manera, no llegó a escuchar qué. Llegaron a un semáforo que estaba poniéndose en rojo. En vez de frenar, Toni apretó el acelerador a fondo, cruzando una, dos, tres cuadras con luz roja. Bocinazos. Puteadas.
Manejó sacado un toque más, pero a Socorro no le importaba.
De golpe frenó, en el playón de Plaza Moreno, en frente del Palacio Municipal. Apagó el motor. Ella ya lo podía sentir. Apretó los puños, esperando, estrujó el pucho entre los dedos, manteniéndolo prendido.
Toni se le tiró encima, las manos apuntaban directo a sus casi inexistentes tetas. Tiró unas trompadas al aire mientras lo insultaba, gritaba. Uno de sus golpes llegó a su cara; la ceniza del cigarro golpeó en uno de sus ojos. Socorro aprovechó que retrocedió para abrir la puerta del auto y salir corriendo.
Unos meses después le sonó el teléfono. Era la esposa de Banana. Todavía tenían buena relación, aunque nunca le cayó muy bien. La invitó a participar en su stand de ArteBA, con la galería. Y Socorro no quería saber nada, pero necesitaba la plata: ya no podía comprar óleos, ni lienzos, ni látex, ni pagar Internet para ver videos de BDSM o escuchar Babasónicos. Así que dijo que sí.
Su familia no tenía un peso. Su hermano el Petiso había caído preso. El padre trabajaba en la delegación de Los Hornos y lo tenía cortito, lo mantenía a raya. Pero ya se había cansado de él y de todos esos amigos delincuentes que tenía. Lo echó de la casa. Cambió las cerraduras. El Petiso se había ido a vivir con Socorro, y cuando ella salía él la seguía como hacía cuando era chiquito.
Una vez fueron a una fiesta en la casa de uno de los amigos de Toni. Un tipo con plata también. En un barrio privado. La casa era enorme y estaba llena de gente. Gente en la pileta, gente en la planta baja, gente en las habitaciones. Gente aburridísima, porque no estaban haciendo nada del otro mundo. A Socorro le sorprendió la escasez de cocaína en la fiesta. "Hay más merca en el baño de Pura Vida que en toda esta casa", le dijo Toni.
Vio a su hermano bajar del primer piso y sabía que andaba en alguna. El anfitrión se servía un trago mientras una chica le decía algo al oído. Dejó la botella marrón encima de la barra y encaró al Petiso con el pecho inflado. Se arremangó la camisa. Le dijo algo, aunque Socorro no pudo escuchar qué. La música estaba al palo. Lo vio tratar de meterle una mano en el bolsillo, pero el Petiso no lo dejó. Lo empujó. No era un nene de pecho, no se iba a dejar. Eso pensaba Socorro.
No hubo más palabras. El Petiso empujó despacio al dueño de la casa, apenas lo movió; pero al toque le pegó un golpe en la cara tan fuerte que lo tiró al piso. Se le subió encima y le dio uno, dos, tres golpes más, los puños de lleno en la cara, alternados: izquierda, derecha, izquierda. Alguien se acercó a tratar de sacárselo de encima. El Petiso tiró un codazo para atrás y le rompió la nariz. Toni trató de hablarle, calmarlo; quiso decirle algo, pero él ya estaba cebado. Le pegó en el pecho y lo dejó sin aire. Volvió al piso, le agarró la cabeza al tipo y la golpeó, una, dos veces contra el suelo. Entre tres o cuatro lo agarraron y pudieron frenarlo.
El dueño de la casa no murió de milagro.
El dueño de la casa era el hijo de un juez.
El Petiso terminó preso.
Todavía le debía plata a alguien.
En unos días lo iban a matar.
Se prende la luz en ArteBA y en el stand de la galería Turbia de La Plata todo está teñido de rojo. Las obras no están más. En el medio la ven, la reconocen. Es Socorro. Está muerta. Desnuda, su cuerpo blanco casi verde cubierto de sangre, un tajo de la garganta hasta el abdomen.
Nadie sabe quién es el asesino de ArteBA.