Corazonzo de jueves
Introducción a una novela que empecé a escribir en el programa de formación de escritura N/n de Galería Acéfala
Por el garage era posible ingresar al destacamento, nada más había que atravesar un pasillo largo bien iluminado con paredes húmedas y cucarachas escurridizas que corrían contra el borde de la pared. El oficial caminó con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos del pantalón, todavía le quedaban unos cien metros para repasarse los dedos unos con otros, sentir la aspereza de la sangre seca de su mujer asentarse en su piel. Murmuró casi sin abrir la boca. Negro hijo de re mil putas. Siguió caminando y llegó, atravesó el umbral sin puerta que daba al lugar de torturas, justo al lado de la sala de interrogatorios.
La radio estaba fuerte y los gritos del chico casi ni se escuchaban abajo de la música. Acostado boca arriba, encima de una cama dada vuelta, atado por sus extremidades a cada una de las patas. Tenía los ojos vendados y la respiración pesada. Llevaba más de cinco horas ahí. Pero todavía mantenía la conciencia, estaba presente, demasiado presente. Escuchó a un miembro de la patota decir te lo dejamos encima de la parrilla. Sintió un aliento cerca de la oreja, húmedo y caliente, y una voz ronca se dirigió a él: negro hijo de re mil putas, vos te acostaste con mi mujer. Algo frío en el estómago y después la corriente, el choque eléctrico de la picana en las partes blandas de su cuerpo; primero el estómago, las axilas, los muslos, los testículos. Ya se había acostumbrado a la música fuerte, así que no le costaba escuchar el resto de lo que sucedía, más allá del zumbido de la picana y de las risas de los guardias y torturadores, más allá de los gritos y llantos de los cautivos. Escuchaba el exterior. La calle llena de autos y un poco más lejos el sonido del tren, los álamos agitados por el viento y los frenos siempre ruidosos de los colectivos.
No tenía sentido discutir, no buscaban argumentos ni tampoco una confesión. El veredicto no importaba demasiado. Zurdo hijo de puta, escuchó una vez más. Las razones de su cautiverio, sabía, eran más difíciles de entender. Pero mientras tanto nada les impedía a los guardias divertirse o desquitarse o masturbarse con su sufrimiento. Dejaron de lado la picana y le sacaron la venda de los ojos. Pudo ver las caras de los que estaban ahí, en el cuarto con poca luz porque las ventanas estaban casi tapiadas por la construcción de las nuevas celdas. Eran solamente tres. El que tenía las manos ensangrentadas se acercó a él con los puños cerrados y empezó a golpearlo, también en el estómago y en la cara. Gritaba: vos te acostaste con mi mujer. Uno de ellos, el que lo había maniatado, tuvo que frenar la tortura para que no lo matara. El tercero fumaba un cigarrillo apoyado contra la pared hasta que decidió acercarse, caminó despacio y se acuclilló al lado de la cabeza del chico. Dio una pitada larga que consumió todo el cigarro, tragó el humo y sin soltarlo le dijo: decime tu nombre de guerra. No entendía qué era lo que quería decir. No tengo nombre de guerra, contestó. ¿Y cómo sabés lo que es un nombre de guerra? En realidad no sabía. Por lo que se dice en la calle. El guardia soltó el humo, apretó la colilla entre los dedos y acercó la punta caliente a su cara. Decime la verdad. ¿Cuál es tu nombre de guerra? No supo qué contestarle. No tengo nombre de guerra, dijo llorando. Las cenizas cayeron despacio sobre su mejilla y la quemadura llegó tarde, como si la acumulación de polvo encendido aplicara presión contra su piel. El sonido del tango tapó el de su voz, sus gritos. ¿Cuál es tu nombre de guerra? Una patada en las costillas de alguno de los otros dos, la punta de acero de los borcegos rompió el hueso a la mitad. Más llanto, más gritos ahogados por la música. Vos sos el Lobo. El chico cerró los ojos, la transpiración le recorría el cuerpo desnudo, estaba tan sucio que parecía cubierto de barro. No, dijo muy bajo. No. El guardia, que seguía en cuclillas, suspiró y sin hablar le introdujo el cigarrillo en el ojo. Uno, dos, tres segundos.
Decime la verdad. Vos sos el Lobo. El chico negó con la cabeza. Y te acostaste con la mujer de Vides. Volvió a negar.
El guardia enfureció, su gesto tranquilo se transformó en la cara de un demonio, los ojos se le salieron para afuera, la mandíbula se tensó tanto que hizo ruido, parecía que iba a estallar en una explosión de huesos y cartílagos. Pero de inmediato se tranquilizó. Traigan la bolsa, les dijo a los otros dos. Se paró y extendió sus manos fuera del campo de visión del chico, reducido a unos pocos metros. Tenía la vista nublada, mucha sed, tenía gusto a metal en la boca y frío, muchísimo frío y la transpiración helada le recorría todo el cuerpo, le caía por la frente hasta los ojos y lubricaba la cuenca quemada que le ardía y lo hacía llorar. Qué pedazo de maricón, dijo uno, pero no supo cuál. El guardia se volvió a agachar con la bolsa de plástico entre las manos y le dijo: a esto le decimos ‘submarino seco’.
Le envolvió la cabeza en la bolsa. Se esforzó por respirar ahí adentro, pero cada bocanada achicaba más la cárcel diminuta, se le pegaba a la cara, se le metía adentro de la nariz y de la boca. Cuando estaba a punto de desmayarse una mano tironeó el plástico blanco y pudo sentir el aire ingresar con violencia, lastimando su pecho, sus pulmones. Repitieron la operación entre risas. En la oscuridad del lugar de torturas pudo ver, incluso a través del nylon semitransparente, cómo la sala se llenaba de sombras, siluetas negras que murmuraban. Algunas le decían que iba a estar todo bien y notó que otras, aunque hablaban en un idioma que no entendía, se peleaban entre ellas, discutían todas sobre lo mismo: quién se iba a quedar con su cuerpo.
Cuando lo liberaron de la tortura una vez más, el guardia volvió a cuestionar:
Decime la verdad. Vos sos el Lobo. El chico asintió con la cabeza. Y te acostaste con la mujer de Vides. Volvió a asentir. Y sos un maricón. Y lloró.
Las risas de la patota retumbaron en las paredes. Parecían más de tres. En sus bocas abiertas brillaban los colmillos caninos y sus ojos rojos giraban en círculos. Cuando terminaron de reír, las sombras se abalanzaron sobre el chico.