Canción incendiaria y otros cuentos
Un texto sobre combustión espontánea (y unas cosas que escribí en un taller de poesía muy fiero)
Canción incendiaria
Cuando era chico escuchaba voces que le decían que tenía que quemar su ropa, que tenía que quemar su casa, que tenía que quemarse las manos.
Se entretenía mirando cómo se consumían los fósforos hasta quemarle los dedos.
Se excitaba viendo la figura danzante de la sombra de la llama.
No podía sacarle los ojos de encima cuando empezaba a quemarse, como si tuviera un poder de atracción más fuerte que su voluntad.
Le latía el corazón como un bombo que cantaba: que-má, que-má, que-má.
Creció sabiendo que estaba mal. El olor a nafta lo hacía llorar, le hacía acordar a su casa, lo llevaba a un lugar mejor. El perfume tenía la forma de una mujer que le decía qué hacer: le decía que quemara cosas. Y él necesitaba obedecer.
Cuando tenía dieciséis años perdió el olfato; nada más sentía olor a nafta, todo tenía olor a nafta: su ropa, sus sábanas, transpiraba nafta.
Para apagar las voces lo intentó todo.
El alcohol parecía hacerlo peor, como si él mismo fuera una fogata siendo alimentada.
El humo del cigarrillo lo envalentonaba, le hinchaba el pecho.
Y las quemaduras, también con cigarrillos, a lo largo de sus brazos y sus piernas le hacían seguir viviendo.
Por un tiempo pensó en terminarlo, en llegar a la estación de servicio que estaba a un par de cuadras de su casa que todavía no había quemado para rociarse con combustible y prenderse fuego en el playón.
Pero cuando creció, cuando de verdad creció y se convirtió en un hombre conoció a una mujer, conoció el amor y pensó que era perfecto y el fuego ya no le interesó. Hasta que dejó de ser perfecto, hasta que todo se volvió una pesadilla y la otra mujer volvió a aparecer a través de la ventana como una posibilidad, como un montón de cenizas que todavía chisporrotean.
Ya no veía más que llamas. Así que decidió vivir en la oscuridad.
Después de un tiempo también dejó de escuchar, en su cabeza sonaba solamente una canción, y la música solamente era el crepitar del fuego.
Repetía el mismo mantra, una y otra vez:
Cuerpo, cuerpo
Fuego, fuego nuestro
Suero, suero
Dueño, dueño nuestro
Y una mañana no despertó, amaneció hecho un montón de cenizas. La canción todavía se podía escuchar.
Estamos enfermos
Cuerpo, fuego nuestro
Aliados, infierno
k
enterrado hasta el cuello
la materia fétida y el líquido hediondo
sus pies tocaban algo
tocaban el fondo
pero le parecía que podía seguir
seguir bien abajo
atravesar la masa negra burbujeante
sin nada a lo que aferrarse
un volumen increíble de fosas y pozos y cuerpos en descomposición
jadeante y a punto de desmayarse
sintió el aleteo de dos alas negras
y los arañazos de formas y entidades extrañas
en el confín más remoto del universo conocido
y mientras flotaba en el riachuelo de mierda de un negro brillante
escribió:
al que susurra en la oscuridad
“tengan muy presente que al final no vi nada realmente horrendo”
sintió el estruendo de un cráneo
cediendo a sus pies
y cayó en espiral hasta lo más profundo del pozo
caminó como un funámbulo encima de una pileta viscosa
por una cuerda floja hecha de huesos
y sesos
y todos esos cuerpos que le caían encima
y pensó
si prendiera un fósforo ahora podría quemar
toda esta mierda que yo mismo cagué
el silencio de los inocentes
la piel tirante
extendida curtida clavada
planchada en seco en su casa
buffalo bill pero al revés
porque nunca la van a atrapar
la sangre se esparce rápidamente
para tapizar los asientos
usó el pellejo de cien hombres