Una amiga escribió una vuelta algo así como que sus peores pesadillas estaban perfumadas con Axe de chocolate. En ese momento me dio vergüenza admitirle dos cosas: que yo también lo usaba y que a mí también me producía mucho -pero mucho- cringe. Malestar físico. Arcadas. Aunque creo que se extiende más allá del Axe de chocolate. También me pasa con otros desodorantes targueteados como para hombres. Y no es que me pase en cualquier situación: me destartala acercarme a dar un beso o que se acerquen a besarme y sentir ese olor que solamente se puede definir como si fuera un vino; aroma a no se qué con ligeros toques de tal cosa y tal otra. Prefiero sentir otros perfumes cuando me acerco a dar un beso. Olor a chivo, la transpiración asentada en un cuerpo que ya está seco pero ya no está limpio. Mal aliento de mañana porque no hubo tiempo para lavarse los dientes. Gusto a cigarrillo. Cómo me gustan los besos con sabor a cigarrillo. Me encantan los besos con olor a cigarrillo, el extremo opuesto a acercarse a alguien para besarle y sentir olor a Axe de chocolate.
Conocía a alguien que usaba ese desodorante.
Un tipo que tocaba la guitarra y cantaba en una iglesia.
Una iglesia evangélica.
Igual no lo besé, yo a él no lo besé.
Decidí matarlo. Lo maté. O lo voy a matar, depende de cómo lo mires.
Lo conocí en la iglesia y me enseñó mucho sobre música. Por eso no agarro un instrumento sin sentirme triste y enojada desde hace un montón. Me criaron cristiana y creo que no hay vacío existencial más grande que perder la fe. Cristiana evangélica, que se diferencia del catolicismo en varias cuestiones, pero si tengo que nombrar los argumentos que esgrime el protestantismo son unas pocas bastante fundamentales: la descentralización institucional, la decisión de no adorar íconos y la fe practicante, a diferencia de -sobre todo en Argentina- la iglesia católica, jerarquizada, iconódula y constitucionalmente atribuída al pueblo como denominador común. Como soy un poco intolerante, porque ya toleré bastante, aclaro que pienso que son las dos una mierda. Tener fe está buenísimo supongo, pero la religión organizada siempre tiene cosas bien feas. O por lo menos esa ha sido mi experiencia. Claro, es eso. Admiro la potencia de la fe, la capacidad para creer y profesar la creencia con amor; y la admiro seguramente porque es algo que nunca más voy a experimentar, que mi otro yo que ahora está muerto alguna vez llegó a sentir y que mi yo de ahora, la que está llena de bronca y rencor, no va a poder volver a experimentar. Y está bien. Pero la realidad es que en las iglesias solamente conocí violentos y violadores, no necesariamente en ese orden.
El lugar común del cristianismo organizado podría ser la violencia y la violación.
Un dato pintoresco de los cristianos evangélicos es que si les decís evangelistas te contestan "Evangelistas hubo cuatro: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Se dice evangélico".
El cristianismo me produce lo mismo que el Axe de chocolate.
En el año 1517, Lutero se hartó del Axe de chocolate y del papel de la iglesia cristiana como administradora de la redención en una economía del pecado que ella misma motorizaba en su ofrecimiento del perdón: pagá para ganar el cielo -y un poco que así mismo estás pecando; un círculo vicioso-. Me di cuenta cuando cursé Historia del Arte medieval y del renacimiento de que entendía mucho mejor algunas cosas de la imaginería de occidente por haber sido educada como cristiana (ya no me acuerdo ni un versículo, pero el protestantismo es más hermenéutica que memoria; ¿la historia del arte será un sincretismo católico-protestante? Digo, porque es un poco de las dos). El bardo reforma-contrarreforma se materializó en el arte en la épica batalla final ultra-violenta de los iconoclastas versus los iconódulos, que se puede resumir, en mi experiencia, en el beef entre la pompa roja, púrpura y oro del catolicismo con sus misas super embolantes ritualizadas por un lado, y la casi improvisada fórmula patética (de pathos) de la alabanza de las iglesias evangélicas por el otro. El catolicismo es un idealismo visual: hace que lo material se movilice al orden de lo metafísico. El protestantismo es un realismo sinestésico: politiza el más allá desde lo sensorial; los creyentes hablan en lenguas en las células, los grupos de oración y estudio de las escrituras independientes de la iglesia, o entran en estados de consciencia alterada cuando escuchan una canción que glorifica a Dios mientras hace de la vida humana algo chiquito, mínimo. O se ponen un desodorante Axe de chocolate y liberan el horror cósmico de las profundidades cthulhucénicas, pero eso debe ser un flash mío.
Una de las formas más claras en las que el protestantismo remarca la finitud -¿te hace acordar a alguna escuela de pensamiento filosófico continental?- es a través de la descripción, visual en el caso de la pintura, del mundo como un repertorio de cosas que están por morir, desde bodegones hasta retratos, pasando por paisajes y naturalezas muertas. Las vanitas, por ejemplo, son esas alegorías visuales que remarcan constantemente lo pasajero del mundo material. Para mí que las alabanzas son un poco una forma contemporánea de vanitas. Las alabanzas, por ahí no sabés y está bien, son esas canciones pegadizas que cantan en las iglesias alabando -de ahí el nombre- a Dios. Si no conocés, recomiendo fuerte que busques reguetón cristiano, por favor. No tiene desperdicio, salvo algún feto.
¿Te conté que maté al tipo que cantaba alabanzas?
Decidí matarlo. Lo maté. O lo voy a matar, depende de cómo lo mires.
Maté al tipo que cantaba alabanzas, segunda parte. Nunca escribí tanto sobre el cristianismo, pero necesito exorcizar este bicho, sacarmelo de encima, a ver si se entiende por qué soy tan friki. Spoiler: soy así de friki porque me traumó el cristianismo. En realidad me traumó un cristiano. Un cristiano evangélico.
Otro subtítulo aceptable podría ser sadomasoquismo y ritual.
Cargo con la herencia cristiana, que es una herencia que data un poco más atrás que la reforma protestante. Me gusta pensar a la Biblia como una especie de libro de terror milenario. Los ángeles son una suerte de criatura incomprensible que produce pavor, como los vampiros de Misa de Medianoche, y los milagros los hace gente con telequinesis como el personaje de Carrie o algún otro loco en las historias de Stephen King.
Cuando bailo bailo una danza macabra aunque esté sonando música electrónica. Sobre todo si suena música electrónica. Pierdo la forma humana, que es la frase más macabra que se me ocurre. Me vuelvo parte de una continuidad, de una oscilación imperceptible ¿No es increíble que un grupo de personas bailando pueda generar actividad sísmica? Remover la tierra, causar un terremoto.
La danza macabra es un motivo muy popular de fines de la Edad Media, pero que arranca en el siglo XII (no lo digo yo, lo dice Émile Mâle, yo solamente la bailo). Los muertos salen de sus tumbas, remueven la tierra y dicen: ”no importa quien sos, te va a llegar la hora”. Escatología a pleno. Escatología que se puede ver y se puede escuchar. Pero con mis amigas lo interpretamos distinto. Los violentos versos del cementerio de los Inocentes no anuncian nada por-venir. Ya estamos muertas. Ya salimos de abajo de la tierra, causamos un sismo y un cisma, rompimos las creencias para bailar con la muerte y darle besos con gusto a cigarrillo; qué rico el gusto a cigarrillo.
Perdí mi forma contra unos labios con gusto a cigarrillo, qué rico el gusto a cigarrillo. Me llevan de una correa, de una cadena atada al cuello, directo al cuello. Soy un perro que quiere besos con sabor a muerte, a vómito, a pucho, a alcohol, a mal aliento. No veo los contornos de las cosas pero no importa porque yo tampoco tengo contorno, no siento contorno, no quiero contorno. No quiero una forma humana. Sola. Rodeada por un montón de gente que baila, cogida por ambos lados, por todos lados. Me acuerdo de que ya morí porque no creo en nada y no necesito creer en nada; siento, siento un cuerpo sin contorno, bailando en la oscuridad, los pies en la tierra removida, me registra la escala de Richter.
Bailo una danza macabra.
Bailo como escribo.
No sé qué paso sigue.
No sé a dónde me lleva esto.
No siento mi forma.
No tengo forma.
Bailo sin forma y escribo sin contenido.
Disfruto del sabor a cigarrillo.
Pero no fumo,
Cada vez que bailo exorcizo los bichos que me infestan el cuerpo.
Me acuerdo de que ya morí.
Cada vez que bailo se muere un violento violador que cantaba alabanzas
y usaba Axe de chocolate.
Y cada vez que escribo también.
Bailo con los pies sobre la tierra removida. Algunos suelos tienen la propiedad de conservar los muertos. Nos conservan mientras bailamos y matamos violadores cristianos. Doy un paso sin forma pero con furia. El piso vibra como vibra mi cuerpo tocado por todas partes. El mal brota de mí como un volcán, como si fuera un cigarrillo con forma humana. Otro paso. Muevo mis manos. No sé qué hacer con mis manos. Cuando bailo y cuando escribo. Su miedo lo hace temblar, y el temblor de su cuerpo también lo registra la escala de Richter; un sismo en Holanda, un sismo en Alemania, un sismo en Suiza, un sismo en Inglaterra, un sismo en la pista de baile, un sismo en la iglesia cristiana.
Decidí matarlo. Lo maté. Lo voy a matar. Lo estoy matando.
Lo mato en mi mente y lo exorcizo.
Lo mato en la pista y en las teclas.
Soy un cigarrillo que lo quema lento y despacio,
y él no puede hacer nada más que rezar,
y pedir perdón.
Soy un cigarrillo que se acerca y lo toca y lo hace explotar
como si fuera un envase de desodorante marca Axe de chocolate.
Lo estrangulo con la cadena que tengo al cuello,
destruyo su cuerpo hasta que no queda nada
y sobre su tumba bailo una danza macabra.
Ya está. Solamente siento olor a cigarrillo. Escucho una canción de Virus remixada y no existe otra cosa que no sea mi cuerpo sin contorno rodeado de un montón de cuerpos sin contornos. Puedo bailar solamente para bailar, y puedo escribir solamente para escribir, ahora que terminó este ritual sadomasoquista.